
Un presidente contra su propio pueblo
Donald Trump ha regresado al centro de la política estadounidense con una estrategia clara: polarizar. Si bien esto no es nuevo en su retórica, lo que resulta especialmente alarmante es el calibre de sus ataques contra los gobiernos locales que han decidido ejercer su autonomía constitucional para proteger a las comunidades inmigrantes.
Los Ángeles, al igual que muchas otras ciudades santuario, ha sido blanco recurrente de los discursos y amenazas del expresidente. Esta vez, sin embargo, su ofensiva va más allá de lo simbólico. Ha prometido recortes presupuestarios, ha sugerido el envío de fuerzas federales y ha denunciado a los gobiernos locales por "proteger a delincuentes ilegales". No le importa tergiversar, mentir o crear un enemigo ficticio. Lo que busca es construir un relato donde él representa la ley y el orden, y los que no lo siguen son enemigos del pueblo.
Pero la verdadera amenaza no está en las calles de Los Ángeles. Está en la Casa Blanca —o al menos, en quien aspira a volver a ocuparla.
Las ciudades santuario: un acto de resistencia, no de rebelión
Para comprender la gravedad del asunto, es esencial entender qué es una ciudad santuario. A diferencia de lo que Trump propaga, una ciudad santuario no es una zona libre de ley ni un escondite para criminales. Es una jurisdicción que decide, en ejercicio de su soberanía local, no colaborar activamente con autoridades federales en la detención de personas por motivos migratorios, especialmente cuando estas no han cometido delitos violentos.
Estas políticas buscan proteger el tejido social, garantizar que las personas puedan acudir a la policía sin miedo a ser deportadas, y evitar que comunidades enteras vivan en constante persecución. Son políticas humanas, éticas y, sobre todo, legales.
Los Ángeles ha sido un faro en este sentido. La ciudad ha invertido en programas de apoyo a migrantes, ha limitado la cooperación con ICE, y ha defendido el principio de que la justicia debe estar al servicio de todos, no solo de los ciudadanos.
El uso del aparato federal como arma de intimidación
En lugar de dialogar con las ciudades, Trump ha optado por militarizarlas. Durante su mandato y en su actual campaña, ha alentado la presencia de agentes federales armados, a menudo sin identificación clara, para llevar a cabo redadas y detenciones arbitrarias. Ha amenazado con retirar fondos de educación, salud y transporte a las jurisdicciones que se nieguen a colaborar con ICE.
Esta práctica es sumamente peligrosa. No solo porque desmantela el principio de separación de poderes entre el gobierno federal y los gobiernos locales, sino porque establece un precedente alarmante: el uso del presupuesto federal y del aparato de seguridad como herramienta de castigo político.
¿Qué viene después? ¿Castigar a los estados que aprueben leyes ambientales progresistas? ¿Enviar tropas a ciudades que protesten contra políticas federales?
Trump no quiere gobernar. Quiere someter.
El impacto en las comunidades: miedo, fragmentación y silencio
La ofensiva de Trump no se queda en los micrófonos. Tiene consecuencias reales, inmediatas y dolorosas. En barrios enteros de Los Ángeles, la simple presencia de vehículos con el logo de ICE basta para vaciar parques, cerrar pequeños comercios, provocar ausencias masivas en escuelas y hospitales.
No se trata solo de detenciones. Se trata de miedo. Un miedo que paraliza, que destruye familias, que impide que una mujer denuncie violencia doméstica, que impide que un niño con fiebre sea llevado al hospital, que hace que los trabajadores no se presenten a su empleo.
Esta atmósfera de persecución convierte a los migrantes —legales e ilegales por igual— en ciudadanos de segunda categoría. Y eso, en una nación que se jacta de su democracia, es inaceptable.
Las mentiras sobre el crimen y la manipulación de la opinión pública
Trump sostiene, una y otra vez, que las ciudades santuario son “nidos de criminales”. Sin embargo, las estadísticas lo contradicen. Numerosos estudios han demostrado que las ciudades santuario no solo no tienen tasas de criminalidad más altas, sino que en muchos casos las tienen más bajas que ciudades comparables que colaboran con ICE.
¿Por qué entonces insistir en esa narrativa? Porque es útil. Porque convierte al inmigrante en chivo expiatorio, en el rostro del peligro, en la amenaza que justifica la represión.
No es casualidad que Trump haya rescatado este discurso justo cuando su campaña necesita movilizar a una base cada vez más envejecida y temerosa. Es una estrategia vil, que no solo estigmatiza a millones de personas inocentes, sino que también degrada el debate público y divide profundamente al país.
El rol de los gobiernos locales: última línea de defensa
Frente a este panorama, los gobiernos locales como el de Los Ángeles se han convertido en la última barrera institucional que protege los derechos humanos en Estados Unidos. No es exagerado decir que hoy son los alcaldes, los concejales, los sheriffs locales quienes están defendiendo el alma de la nación frente a un autoritarismo rampante.
Pero no pueden hacerlo solos. Necesitan apoyo estatal, judicial, mediático y ciudadano. Necesitan que todos entendamos que lo que está en juego no es una cuestión técnica de competencia entre jurisdicciones, sino una batalla moral por el tipo de país que queremos ser.
Conclusión: defender a Los Ángeles es defender a Estados Unidos
Lo que Donald Trump ha emprendido no es una cruzada por la ley. Es una cruzada contra la justicia. Atacar a Los Ángeles y a otras ciudades santuario no es un acto de gobierno; es un acto de propaganda que utiliza el sufrimiento humano como munición política.
Si permitimos que este discurso prospere, si callamos ante la militarización de nuestras ciudades y la criminalización de nuestros vecinos, estaremos firmando el acta de defunción de una nación fundada en la promesa de libertad y oportunidades.
Los Ángeles no está sola. Las ciudades santuario no están solas. Quienes creemos en la dignidad humana, en la igualdad ante la ley y en el valor de la diversidad, tenemos el deber de alzar la voz.
Porque hoy, más que nunca, defender a los más vulnerables no es una opción. Es una obligación moral.